Al decir del escritor Pablo Fermín Oreja “las tropas de carros transitaron, en lejanos años, las polvorientas huellas del territorio, en especial entre General Roca, la Región Sur y San Antonio Oeste.”.
“Estos carros arrastrados por tropas de mulas, llevaban provisiones y mercaderías diversas, combustibles y otros artículos, desde los viejos almacenes de ramos generales y regresaban cargados de lanas, cueros y frutos del país”, que se producen en la dilatada campaña rionegrina, negociados casi siempre a través de los comerciantes árabes radicados en la zona. En medio de los vientos huracanados, al lado de la fonda que se convierte en centro de reunión de los chatos caseríos del desierto, surgen las barracas y galpones que llevan nombres pintorescos con reminiscencias orientales: “La Flor del Líbano” o “El Águila de Siria”. Semanas y semanas en la huella, los carreros recorrían las grises y áridas travesías de leguas y leguas desoladas, los ejes chirriantes, las enormes ruedas rodando sin cesar, a veces empantanadas entre los arenales o la nieve, y haciendo alto en las interminables jornadas para encender el fogón, descansar del rudo traqueteo y, a veces, templar una guitarra o escuchar los repetidos cuentos de la huella”.
“Hasta no hace mucho, y aún ahora, -escribe Oreja- pueden encontrarse en algunos terrenos abandonados, restos de carros y llantas oxidadas, castigados por el tiempo, camuflados por piadosas matas de tamariscos. Entre las maderas e hierros de aquellos vetustos carruajes, descansan las voces de un tiempo heróico y dramático, historias olvidadas de un pasado de luchas y de esfuerzos”.
“Entre mis más lejanos y desleídos recuerdos de la infancia, añora don Pablo- se inserta la escena de una tropa de carros azules, enormes, tirados por mulas, avanzando por las calles del pueblo ante la algazara de los chicos y la curiosidad de los grandes. Hombres de rostros curtidos, con ponchos y sombreros negros, y paisanitos con bombachas, se intercalan entre ruedas, varas y lonas, ofreciendo un colorido espectáculo, Cerca de nuestra casa, al otro lado del canal bordeado de álamos, vivía el patrón de una tropa, y periódicamente los carros se estacionaban en una quinta, ofreciéndose a nuestra vista con toda la gama de sugestiones del camino y de su gente”.
Historias dramáticas sucedidas en los viajes de esas esforzadas tropas ha dejado en el imaginario rionegrino leyendas y tradiciones de veneración popular, siendo la más conocida de todas la trágica historia del “Maruchito”.
Era un muchachito, cuya edad oscilaba entre los 12 y los 16 años, que integraba la tropa, destinado al arreo de las mulas, y quien, durante los altos en la huella, juntaba leña para preparar el fuego y ayudaba en diversos menesteres.
Lo cierto es que por una incomodidad sin importancia, el rudo tropero Onofre Parada, asestó una puñalada al muchachito, y su sangre inocente salpicó la guitarra que le había tomado a Onofre y se derramó sobre la arena del desierto patagónico.
Actualmente en el paraje Barda Colorada, se alza sobre la tumba del finadito una pequeña capillita, para señalar su presencia y guardar su recuerdo.
Algo según la tradicional creencia de los viajeros hay que dejar en el lugar para no tener inconvenientes y poder seguir viaje. La sombra de Pedro Farías –así se llamaba- roda entre los algarrobos, y de vez en cuando, en medio de la soledad infinita de la noche, el sordo rasguido de una guitarra surge en el lugar de la tragedia.
El poeta de Ingeniero Jacobacci, don Elías Chucair, rescató para la historia los nombres de esos bravos troperos de entonces y alguna chata los recuerda para siempre.
“Don Tranquilino Puche, / don Juan Bichara, / don Santiago Jáuregui, / don Enrique Caminal, / don David Seitune, / don Emeterio Lacona, / don Félix Elías, / don Estanislao Fernández, / don Belisario Ponce, / don Victoriano Reyes, / don Aniceto Roa. Lindos nombres de troperos/ que dejaron una historia”.
Y el poeta Eliodoro Chucarito Rivas dejó un hermoso poema en recuerdo de su padre: MI TATA FUE TROPERO: “Voy surcando la historia con mis recuerdos/ historia de carretas y bueyes lerdos/ donde fuera peoncito, decía mi padre/ compartiendo sus noches con los troperos. Del Chubut a Río Negro ¡qué travesía! / sabía contar mi tata que amanecía/ entre cargas de sal, bueyes, troperos/ en las crudas nevadas de los inviernos. Mi tata se fue y ahora en su memoria/ compuse esta huellita para el recuerdo/ de aquel bravo carrero y en su persona/ le brindo este homenaje a los troperos. Madrugadas heladas de vientos blancos/ interminables pampas, montes y cerros/ cruzando ríos turbios, sierras nevadas/ del Chubut se cruzaban pal Río Negro. En sus años de mozo ¡qué sufrimiento! / para mi pobre viejo que fue carrero/ avivando el fueguito con leñas secas/ me contaba de noches historias viejas”.
Jorge Castañeda (Escritor – Valcheta) Fotografía: Salvador Luis Cambarieri
Fotografía: Salvador Luis Cambarieri