Lectura para la cuarentena: “Modernos Tiempos” crónica histórica del desierto

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I – EL ARRIBO

El 20 de marzo 1910, año del centenario de la revolución, de los trajes de frac, de los carruajes y los sombreros, tiempo de los relojes de bolsillo y su arbitraria hora, donde los caminos eran apenas huellas en la tierra, días del moderno y revolucionario telégrafo, de la inmigración marítima y de los nuevos territorios. Ese día en Puerto San Antonio, una joven comarca ubicada en el Noreste Patagónico, donde el agua del Golfo San Matías salpica el aire y la tierra con su sal, un acontecimiento muy importante llegó para cambiar el destino de la austera y despoblada región: La inauguración de un tramo del Ferrocarril Patagónico.

El sol dejó de abrazar el mar y se despegó del horizonte a eso de las seis de la mañana, y de a poco los distintos pobladores salieron de sus sencillas casas de chapa de zinc y se empezaron a amontonar, como cardos rusos movidos cuando sopla el viento Oeste, en el muelle de madera de Punta, muelle creado especialmente para la ocasión.

Punta Verde, se diferencia de las tamizadas playas arenosas de la mar grande por estar minada de infinitas, coloridas e irrepetibles piedras. La madera del desembarcadero unía lo líquido con lo sólido, por ahí el azul está siempre planchado, parece aceite porque no hay olas, es un golfo dentro de un golfo.

El sol se puso un poco más alto y las miradas se posaron al sureste, a lo lejos entre el azul y el celeste, se originó un punto en el horizonte que se empezó a trasformar, era el remolcador “Presidente Mitre” que movido por el vapor dulce se agrandaba cada vez más y más.

Hizo puerto. Y del barco bajó una nutrida y elegante comitiva, encabezada por un hombre con porte distinguido, alto, lentes circulares, con un bigote que le tapaba la boca, prolijamente peinado y afeitado, aseñorado y aristocrático, Era el Presidente Figueroa Alcorta, detrás de él bajaron; el ministro Ramos Mexia, Carlos Meyer Pellegrini, Roque Saenz Peña, Eduardo O´connor, el Dr José Penna, Benjamín Victorica, y el comisario Vieyra Latorre. Desembarcó también un arsenal de periodistas que tomaban nota de todo, y unos marinos con de vientos de bronce y percusión.

La comitiva ya con los pies sobre el muelle, cruzó abrazos y saludos formales con la delegación representante del Ferrocarril del Estado, que le dio una cálida bienvenida, la lideraba el ingeniero Guido Jacobacci, encargado intelectual de realizar la difícil proeza: crear una comunicación férrea que uniera el mar Atlántico con el cielo Andino.

Tocaron tierra, y mientras la banda del depósito de marinería, tocaba notas celestes y blancas que amenizaban el ambiente, el Presidente y los hombres importantes con bigotes emprendieron el protocolar saludo con los curiosos y los representantes del pueblo, entre ellos, la primera camada de alumnos de la única escuela primaria y sus docentes de oficio. De fondo, a pocos metros del muelle, la metálica locomotora y sus esplendorosos vagones de madera, envueltos con telas de colores patrios, aguardaban sobre los rieles, lo que sería el bautismo inaugural. El destino era Punta Riel, Valcheta, una localidad ubicada a unos 100 km en dirección al Oeste.

innII – EL VIAJE

No se perdió tanto tiempo. No había mucho que ver. Sonó la nota aguda del tren, y el vapor empezó a incrementar el ritmo de los circulares aros de acero. La locomotora, una Alemana que llegó desarmada, y que se armó en el puerto, tragaba agua y escupía bocanadas de vapor blanco que se desintegraban en el aire y perdían entre las nubes. Las paralelas vías que solo se unen en el infinito, apuntaban hacia arriba, a lo lejos, al cerro Tronador.

Escapando por la ventana, La imagen no mutaría mucho a lo largo del viaje: se veía un paisaje adaptado al viento seco, un sinfín de montes brotados por matas desnutridas que, por suerte para la zona y su marketing visual, cambiaron los usuales tonos secos, por algunos un poco más húmedos, más verdes, por obra de la lluvia, que unos días antes regó el gran patio, dejando brotar los mallines dulces y salados, y con ello la biodiversidad autóctona. Este cambio de tonos dejaría ver algunos guanacos, martinetas y liebres maras, que ya no se perderían entre los tonos amarillos.

Entrando por una de las ocho ventanas de la iluminada sala de estar del vagón presidencial, habitación rectangular adornada con lujosos sillones, piso alfombrado, un escritorio grande de madera y una salamandra de estilo, allí, entre el polvo, el ruido y el aritmético movimiento del tren, Jacobacci, un tano importado, rendía un informe de lo hecho y de lo investigado hasta el momento.

Aclaró la necesidad urgente de resolver la falta de agua en Puerto San Antonio, la población estaba creciendo y con ello su sed, los pozos con buena agua eran pocos y su dulzor dependía del ánimo de la luna, a eso sumarle que llovía muy poco. Más de mil obreros trabajando, la mayoría italianos, españoles y criollos. 100 km de vía en un año, a pico y pala, en un terreno difícil, en condiciones extremas, con veranos muy calurosos e inviernos muy fríos. El ingeniero era un tipo que entendía la sinergia del puerto y el tren, y su fruto económico-social, antes de venir a Argentina, realizó un informe reconocido académicamente sobre los puertos de Hamburgo, Amberes y Glasgow y con altura defendería su proyecto rechazado, meses atrás, de construir 47 km de vía para conectar los dos lados de la bahía, Puerto del oeste con Puerto del este, o saco viejo, como le decían, ya que sabía a ojo cierto que allí se hallaba un excelente puerto natural de aguas profundas y tranquilas.

Del otro lado del escritorio fumando tabaco en pipa estaba Ezequiel Ramos Mexia, intelectual de acción, creador de la ley de fomento de territorios nacionales y de los Ferrocarriles del Estado, actual Ministro de Obras Públicas, antes, ministro de agricultura, antes, diputado nacional, antes, director del banco hipotecario de la Nación, y antes, dirigente de la Sociedad Rural. Le comentó a Jacobacci que en ese momento estaban viajando a tranco de caballo desde Bahía Blanca, haciéndose camino entre las matas, una comisión de estudios Hidrológicos liderada por el Ingeniero Norte Americano Bailey Willis y el Argentino Emilio Frey, acompañados por jóvenes aventureros, entre ellos el Suizo Leonhard Ardüsen que con sus manos manchadas de tinta relataría el viaje. Y con respecto al proyecto de unir el puerto, le dejó en claro el axioma centralista férreo Argento por excelencia; así como todos los ríos desembocan en el mar, todos los trenes desembocan en Buenos Aires.

Un pasillo angosto con diez ventanas conectaba la sala de estar con los tres dormitorios, el vagón tenía además una cocina y un baño con bañadera, casi todo con sutiles detalles de bronce. Completaban el convoy dos vagones de primera clase, con asientos de madera de cedro y caoba, tapizados de pana roja y verde. Todo de madera, tal viejo vagón de la línea A, pero con mucha ostentación.

Afuera, el terreno se volvió más rocoso, enormes piedras coloradas emergen del suelo, estamos cerca de Valcheta, ubicada al pie de la meseta del Somuncurá.

III – VALCHETA

Una pequeña multitud esperaba a orilla de la vía, en la reluciente estación de tren, hecha de chapas de zinc y maderas de pinotea. El público estaba compuesto mayormente por los trabajadores del Ferrocarril, pobladores y baqueanos curiosos de la zona. Al lado de la estación yacían vestigios del extenso pasado. Las gastadas manos inmigrantes, cuando sacaban tierra para los terraplenes de las vías, se encontraron con una particular sorpresa, cincuenta troncos de árboles petrificados, algunos de ellos de más de diez metros de largo. Estos descubrimientos no eran muy raros por la Patagonia, un año atrás en el sur, en Comodoro Rivadavia, cazadores de agua haciendo un pozo descubrieron algo más negro y oscuro; petróleo.

Valcheta, habitada antiguamente por Tehuelches, se argentinizó en 1883, cuando el cacique Cayupán fue sorprendido por el plomo del mayor Leandro Ibañez, bajo las órdenes de Juan M. de Rosas, iniciadores de la sangrienta campaña del desierto. “sobre el alma del tehuelche, puso el sello el español” se escucharía en los actos protocolares rionegrinos durante mucho tiempo.

Por estos lados la tierra es dulce, se escucha el cantar de los pájaros y el sonido del arroyo que cruza el poblado. El arroyo nace de la unión de las vertientes que manan de la altura de la meseta, éstas buscan el punto más bajo, la Laguna Curicó, que en mapuche significa “agua que sale de las piedras”. En la corriente se reflejan los árboles de frutales colores, el berro verde, y la pastura, alimento de las cabras y de las ovejas. Es un oasis en el desierto. El tren trajo comunicación y la solución a las necesidades de las dos comunidades. Los primeros vagones se llenarían de agua y de lana. Unos tendrán destino cercano, otros, ultra marítimo.

Temblaron las vías, y se escuchó la bocina que retumbó en la distancia, minutos después, el tren se impuso en la estación. Algunas banderas flamearon, y la multitud se estremeció ante el peso de las vestiduras.

El sol estaba arriba indicando que ya era medio día, la comitiva fue agasajada por el anfitrión Valchetense, el Sr Adolfo Alaniz, director y maestro de la escuela del desierto junto a su esposa Clara Leyes de Alaniz. Adolfo procedente de San Luis, llegó en 1905 junto con su esposa, sus suegros y sus criados. Hombre de disciplina, gentil y buen docente. Guió al Presidente y a la comitiva a un galpón ubicado a unos pocos metros, allí estaban preparando el almuerzo, el menú: chivo y cordero. El galpón era la barraca de Peirano, empresario de la zona que años más tarde sería el primer intendente de Puerto San Antonio. Por dentro colgaba un arco cuya leyenda decía: “en 1810 se abrió la vida a una Nación, en 1910 se abre la vida a una nueva región”. Sonó el himno nacional, se hizo honor a las carnes y a las frutas, el presidente leyó un discurso de tinte progresista, y se brindó con champaña.

IV – VOLVER A BUENOS AIRES

Se debilitó el último sol del verano, los obreros dieron vuelta la locomotora y le dieron de beber, ahora apuntaba hacia el mar. La tierra, acostumbrada al silencio y a la tranquilidad, fue cortada por el industrial sonido del ferrocarril.

Pasaron las cuatro horas de viaje, el cielo se volvió porcelana lila, y llegando al pueblo varios jinetes galoparon al costado del tren, algunos levantando botellas de cerveza. Entre ellos, se encontraba un gaucho del pueblo con aires de leyenda, el “cautivo”, un humilde arriero, que de niño había sido víctima de un malón, raptado de sus padres y criado en las tribus de la zona, de grande se escapó y apareció por el pueblo.

Llegaron al muelle de Punta Verde, esta vez los pobladores rompiendo todas las formalidades estaban decididos a recriminar al presidente la falta de agua, estos no sabían que se estaba gestionando una solución, y la injusta distribución de los terrenos. Alcorta y la comitiva no los recibió y en pocos movimientos se encontraron sobre el vapor Presidente Mitre, rumbo a al crucero “Buenos Aires” anclado en punta Villarino, para luego marchar a Buenos Aires.

Los aires porteños estaban agitados y contaban otras realidades, la ciudad se preparaba para el centenario de la revolución de mayo, los diarios le dedicaban palabras a Europa que miraba al cielo al falso cometa Halley, al pedido solicitado por el dalai-lama para que Rusia intervenga en la ocupación de Lossa por parte de las tropas Chinas, al lado se ven publicidades de cerveza Quilmes, de cigarrillos Reina Victoria, de la sastrería de mitre al 700, y de la siempre moderna industria farmacéutica. Acá la modernidad llegó hace rato. El congreso estaba clausurado, y las protestas del movimiento obrero colmaban las calles, se pedía por la dignidad laboral, cuestionando la punta de la pirámide, ya que de los barcos no solo desembarcaron hombres con manos ásperas que huían del pasado, sino también ideales socialistas y anarquistas.

Alcorta, Mexia y Saenz Peña, pertenecían al ala reformista conservadora del poder, distanciados de Roca y de la oligarquía dominante, optaron por el liderazgo de Pellegrini. Comprendían que el Estado debía dar respuestas concretas a las tensiones sociales generadas por la falta de representación formal opositora, la industrialización, y la violenta distribución de las riquezas.

La ley de fomento de territorios nacionales tuvo su razón de ser, matando varios pájaros de un tiro. Por un lado, abrió el mapa geopolítico-económico a nuevas regiones, y a nuevos actores. En el caso concreto del tren patagónico, no solo conectó e hizo brotar poblaciones como un río hace crecer la hierba, sino que además el Estado pudo vender esas nuevas tierras fiscales, a los de siempre. Además, se pudo sembrar un símbolo de la civilización moderna, Mexía pensaba y decía que el tercer paso después del descubrimiento de Moreno y la conquista de Roca, era la trasmisión del sentido patrio, y esa era una batalla que no se ganaba con armas, sino que con símbolos. Y por último, en tiempos de gran inmigración y posible confusión de ese sentir patrio, operó para alejar a los inmigrantes de las conglomeraciones urbanas y de los ideales que cuestionan a las jóvenes y frágiles instituciones. (por Roberto Gonzo)

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