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Ruta Provincial 1: Acantilados, playas y dunas eternas sobre la ruta costera más larga del país

La traza cambió varias veces por la erosión del acantilado. Se puede recorrer todo el año, pero antes conviene chequear con vialidad el estado del camino.


El punto de partida de esta ruta costera es El Cóndor, el pueblo más al este de Río Negro. Hasta acá llegamos desde Viedma, capital de la provincia, después de media hora de transitar un primer tramo de 30 kilómetros y asfaltado de la RP 1, que termina en el mar y corre junto al río. Fuera de temporada y en día de semana, El Cóndor parece un balneario desértico, con arena que se acumula en las calles y sin un alma. Desde acá salimos para desandar lo que resta de la RP 1, que también es conocida como Ruta de los Acantilados o Camino de la Costa, y bordea el mar. ¿Su atractivo? Es la ruta costera más larga del país. Ninguna va tan cerca del mar o las que van, son más cortas. Esta, la RP 1 tiene 180 kilómetros: solo 30 de asfalto, desde El Cóndor a La Lobería; y 150 de ripio, desde La Lobería a la entrada del Puerto San Antonio Este.

Con Mauricio Failla, biólogo de Patagoning, una agencia local de turismo ambiental, nos encontramos en El Cóndor cuando la marea, que se anticipa extraordinaria, empieza a bajar. Hay luna nueva. Mauricio especifica que hay cuatro metros entre la baja y la alta. El recorrido arranca por un faro icónico y bellísimo, el Faro Río Negro. Desde sus alrededores, vemos la desembocadura del río Negro sobre el mar Argentino. Inaugurado el 25 de mayo de 1887, se trata de un faro casa y es el más antiguo de los continentales que sigue en funcionamiento. Aquí está de comisión el cabo primero Jorge Bautista, que es salteño. “Este es un faro autónomo, que cuando baja la luz del sol, se enciende por fotocélula”, comenta. Y Mauricio cuenta que el faro se construyó tras el naufragio de El Cóndor, barco que le dio nombre al pueblo. Parece que era una nave danesa que llevaba champagne hasta California y que, en la Navidad de 1884, encalló en un banco de arena. Los 11 tripulantes lograron llegar a la costa, donde no había nada de nada, y tras caminar encontraron una estancia que, milagrosamente, ¡tenía la bandera de Dinamarca! El Cóndor nació cuando el carpintero del barco se casó con la hija del estanciero.

Más tarde, a Mauricio se le suma Mariela Messina, subsecretaria de Desarrollo Turístico de la provincia. Los loros barranqueros son el motivo de nuestra siguiente parada sobre los acantilados. “Es la colonia más grande del planeta y ¡por mucho! Tiene 19 kilómetros, desde el Faro Río Negro hasta Playa Bonita. Los loros hacen sus nidos en los acantilados y dejan huecos. Se calcula que hay 35.000 parejas, con tres o cuatro pichones cada una. Son de color verde, amarillo y turquesa, con la panza más roja en los machos, que sirve para distinguir su sexo. Nosotros no los vemos a simple vista, pero ellos sí pueden distinguirse”, señala Mauricio, que lleva años estudiándolos. “Son loros monógamos, fieles a su pareja y al sitio. Aquí se reproducen. Se alimentan de brotes de plantas nativas. Es una especie argentina y chilena que durante años fue cazada como mascota o porque, erróneamente, se creía que dañaba los cultivos”, agrega Mauricio mientras con binoculares los vemos picotearse y jugar. Cada tanto vuelan en masa, para regalar un despliegue alborotado de color. Sin dudas, son uno de los grandes atractivos de esta Ruta de los Acantilados.

Luego avanzamos hasta el Área Natural Protegida Punta Bermeja, que tiene muy buenos senderos. Hay dos miradores a una lobería, y el bramido de los lobos marinos de un pelo se escucha con fuerza. Además, La Lobería es el nombre del balneario más convocante de la zona, y más adelante hay una playa, El Espigón, que tiene un puente derruido y una decena de surfers que aprovechan las olas. Entre acantilados y rocas, hay restos fósiles que generan fascinación, como una huella de gliptodonte.

Mientras avanzamos en la camioneta, a nuestra izquierda, cerca del precipicio, se ve un camino alternativo. “Esta ruta tiene varias trazas”, cuenta Mariela, que conoce bien la zona por su infancia en Bahía Creek, donde su familia tiene campo. “Se estima que el acantilado pierde entre 90 cm y 110 cm por año”, detalla Mauricio sobre esta ruta provincial que nació en 1995 y, a causa del avance de los médanos y la erosión de los acantilados, vio modificado su trazado varias veces. Los trabajos de corrimiento se hicieron en tres sectores puntuales: en el asfalto entre El Faro y El Espigón; en un sector de ripio en Bahía Rosas; y en un sector de ripio, entre Bahía Creek y Caleta de Los Loros.

Tras pasar por Playa Ensenada, en Bahía Rosa, donde los pescadores de pejerrey –también de tiburón– están exultantes por la marea extraordinaria, se llega a Bahía Creek. Es un pueblo minúsculo de casas modernas que tiene solo 20 años y cuatro familias que lo habitan de forma permanente. Sin tendido de luz, agua, ni gas, aquí hubo un club de pescadores que quedó sepultado por la arena, y –a pesar de eso– hay varias casas en construcción. El pueblo está enmarcado por 18.000 hectáreas de dunas.

La parada del almuerzo es tipo picnic en la playa de Caleta de los Loros, entre flamencos y juncos. Un poco más adelante, en la entrada a San Antonio Este, en la península Villarino, termina la RP 1. Pero como siguen los atractivos, tomamos la RN A025 que continúa bordeando el mar un rato más. Acá hay un área natural protegida con un sendero que asegura vistas desde lo alto y una lobería que –siempre al compás de esta marea extraordinaria– se esconde en un islote. Pasamos también por playa Las Conchillas, repleta de caracoles blancos y rosados de distintas formas y tamaños. Y llegamos hasta el puerto de San Antonio Este, propiamente dicho, para desde aquí emprender la vuelta. Ya no será por el Camino de la Costa, tan agreste y diverso, sino que por RN 3, que –mucho más aburrida– en 1 hora y 40 minutos nos dejará en Viedma. (Por Ana van Gelderen/La Nación)

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